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Imagen del universo 380.000 años tras el Big Bang, capturada en 2013 por el satélite Planck de la Agencia Espacial Europea |
El
satélite europeo Planck revela nuevos datos sobre el origen del universo
A pesar de lo mucho que hoy sabemos del universo,
han trascurrido solo algo más de 100 años desde que el astrónomo estadounidense
Vesto Slipher demostraba que muchas de las nebulosas que podían observarse con
los entonces modernos telescopios no formaban parte de nuestra propia galaxia,
la Vía Láctea, sino que eran galaxias independientes. La talla del universo se
hizo mucho mayor de lo supuesto hasta entonces y, con ella, se reveló la enorme
magnitud de nuestra ignorancia sobre el mismo en aquellos años.
Quince años más tarde, otro astrónomo
estadounidense, Edwin Hubble, descubrió que las galaxias se alejaban unas de
otras con una velocidad proporcional a su distancia, lo que significaba que el universo
se expandía. Esta expansión implicaba, a su vez, que en el pasado toda la
materia del universo debía haber estado condensada en un único punto. Nació así
la teoría popularizada con el nombre de Big
Bang, o Gran Explosión, que mantenía que el universo no siempre había sido
como lo vemos hoy, sino que había nacido en un remoto pasado a partir de un
estado de enorme condensación de la materia. El universo no era eterno, al
menos si mirábamos hacia el pasado.
Esta teoría no fue inicialmente aceptada
por toda la comunidad científica. De hecho, muchos astrónomos abrazaron una
teoría alternativa, llamada la teoría del estado estacionario. Como su nombre
indica, esta teoría mantenía que el universo siempre había tenido el mismo aspecto
y, aunque se expandía, al mismo tiempo se creaba nueva materia que mantenía su
densidad y propiedades constantes. Así pues, frente a una teoría que postulaba
un solo evento creador en el pasado se enfrentaba otra que postulaba una
creación constante en el tiempo. ¿Qué teoría era la correcta, si es que alguna
lo era?
LAS PRIMERAS MICROONDAS
Hubo que esperar hasta 1964 para contar
con una primera observación que finalmente comenzó a decantar la balanza a
favor de la teoría del Big Bang. Ese
año, los ingenieros estadounidenses Arno Penzias y Robert Wilson, mientras
experimentaban con una nueva antena diseñada para detectar ondas de radio reflectadas
por primitivos satélites de comunicación, detectaron una señal en la frecuencia
de las microondas, similar en todas direcciones y que se mantenía constante día
y noche –lo que eliminaba la posibilidad de que fuera de origen humano–.
Algo incrédulos, Penzias y Wilson
ahuyentaron las palomas que habían anidado en su antena, limpiaron sus
excrementos y volvieron a analizar las señales. Allí continuaban: las palomas
no eran la explicación del extraño fenómeno.
Igualmente ese mismo año, tres
astrofísicos de la Universidad de Princeton, ciudad a solo 60 km de distancia
de donde Penzias y Wilson habían colocado su antena, se disponían a construir
otra para detectar una hipotética radiación de microondas que, según sus
predicciones, debía corresponder a la radiación inicial emitida en el estallido
que dio origen al universo. Cuando un amigo, conocedor de estos hechos, los
comentó a Penzias y Wilson, estos comenzaron a darse cuenta de la importancia
de su descubrimiento y decidieron invitar a los astrofísicos a examinar la
señal que su antena detectaba. La radiación predicha por los tres astrofísicos
poseía las propiedades de la detectada por los dos ingenieros. Todos estuvieron
de acuerdo en que dicha señal podía corresponder a los restos de la Gran
Explosión que dio origen al universo y, juntos, decidieron publicarlo en la
revista Astrophysical Journal Letters. Este
descubrimiento valió a Penzias y Wilson (aunque no a sus compañeros) el premio
Nobel de Física en 1978.
FLUCTUACIONES CREADORAS
El hallazgo resolvió un problema, pero
creó otro. Si el universo no era una sopa uniforme de materia, sino que
contenía galaxias, estrellas y planetas, la explosión inicial no pudo suceder
igual en todas partes. Tuvieron que producirse irregularidades, fluctuaciones,
que iniciaran la evolución del universo para originar lo que hoy vemos en él.
Hubo que esperar hasta 1992, año en el que se publicaron los datos recolectados
por el satélite COBE que
demostraban la existencia de dichas fluctuaciones, aunque de un modo somero.
En la pasada década, la misión de la NASA WMAP refinó
los datos de COBE, mejorando la resolución unas 70.000 veces. Mejor aun, este
mismo año 2013, los datos recogidos por el satélite europeo
Planck mejoran todavía más la resolución de la que es la primera fotografía
que puede tomarse del universo, solo 380.000 años tras la Gran Explosión.
Esta nueva fotografía de alta resolución,
publicada el pasado día 21 de marzo, confirma la mayoría de las ideas de la
teoría del Big Bang. Confirma, entre
otras cosas, que el universo está compuesto de un 4,8 % de materia ordinaria,
un 25,8% de materia oscura (que no interacciona con la radiación
electromagnética) y un 69,4% de energía oscura, necesaria para su expansión.
Los datos confirman también que el universo posee una geometría plana, es
decir, contiene justo la materia necesaria para no curvar el espacio-tiempo de
manera positiva o negativa.
Los nuevos datos abren también, cómo no,
algunas incógnitas que mantendrán entretenida a la comunidad de cosmólogos y
astrofísicos por más de una década. Es de esperar que con su trabajo podamos
conocer mejor nuestro universo, su pasado y su futuro, y maravillarnos aun más
de que esa pequeña criatura perdida en un pequeñísimo planeta en el borde
exterior de una galaxia haya podido llegar a conocer tantas cosas sobre el mismo universo
que ha hecho posible su existencia.
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