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Desde hace unas décadas, la tecnología de
la que disponemos ha hecho posible descubrir que muchas estrellas poseen una
cohorte de planetas orbitando a su alrededor, como le sucede a nuestro querido
Sol. Por el momento, se ha confirmado la existencia de 893 planetas orbitando
otras estrellas, en ocasiones distantes miles de años-luz –distancia que la
luz, a la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo, recorre en un
año–.
Por supuesto, lo más interesante del
descubrimiento de estos exoplanetas –como se ha dado en llamar a cualquier
planeta que no orbite alrededor del Sol– es averiguar si existen o no muchos mundos
como la Tierra o, al menos, si existen o no planetas habitables para el ser
humano. Para averiguar esto, además de escudriñar la vecindad de las estrellas
con potentes instrumentos, es también importante avanzar en el estudio de la
génesis y evolución de los planetas rocosos, es decir, de planetas como la
Tierra que podrían albergar vida, a diferencia de los grandes planetas gaseosos
como Júpiter o Neptuno.
El asunto de la generación y evolución de
los planetas rocosos no está ni mucho menos claro, ni siquiera en nuestro
propio Sistema Solar. La generación de planetas rocosos es ciertamente
necesaria para que pueda surgir vida sobre ellos, pero no todos los planetas
rocosos son iguales, ni mucho menos. Ahí tenemos, si no, al planeta Venus, el
lucero del alba, planeta hermano de la Tierra que, no obstante, es más seco que
la espina de un cactus y, por consiguiente, está muerto. ¿Qué pudo suceder para
que los destinos de la Tierra y de Venus hayan sido tan diferentes?
Investigadores de la universidad de Tokio
abordan este problema desde una nueva e interesante perspectiva y publican sus
estudios en la revista Nature. Sus
hallazgos acarrean importantes consecuencias sobre el número de planetas
habitables alrededor de otras estrellas. Veamos por qué.
Los modelos de formación planetaria
desarrollados por los astrofísicos postulan que los planetas como la Tierra y
Venus se formaron en un proceso de acumulación de materia por fuerzas
gravitatorias, seguido por un periodo de gigantescas colisiones con otros
protoplanetas similares a ellos, igualmente en formación. Como resultado de
estas colisiones, la superficie de ambos planetas –los supervivientes de dichos
encuentros– alcanzó elevadísimas temperaturas y se fundió en un océano de
magma. Igualmente, debido a estas elevadas temperaturas, toda el agua contenida
en los planetas se encontraba en forma de vapor en sus atmósferas.
Cuando el periodo de las grandes colisiones
entre protoplanetas terminó, se inició el enfriamiento de la superficie
planetaria, tanto en el caso de la Tierra, como en el de Venus. Debido al vapor
de agua contenido en la atmósfera primitiva de ambos planetas, es aquí donde se
inician dos caminos muy diferentes en su evolución.
El vapor de agua genera un importante
efecto invernadero que se opone al enfriamiento. En condiciones de saturación
atmosférica de vapor de agua, este impone un límite a la cantidad de energía
que puede ser emitida por el planeta, la cual es de unos trescientos vatios por
metro cuadrado de superficie. Este límite, a su vez, impone un máximo a la
velocidad a la que el planeta puede enfriarse. Dicha velocidad solo podrá
aumentar si el agua contenida en la atmósfera se pierde en el espacio exterior.
Pero no hay que olvidar que al mismo
tiempo que el planeta se enfría, emitiendo energía al espacio exterior, también
se calienta, debido a la energía que recibe de la estrella alrededor de la cual
orbita. Si este flujo de energía es igual o cercano a esos trescientos vatios
por metro cuadrado, el planeta se mantendrá caliente por mucho tiempo –hasta
que pierda suficiente agua de su atmósfera y el efecto invernadero disminuya–.
Solo si el flujo de energía es claramente inferior a ese valor, el planeta
podrá enfriarse.
A nadie se le oculta que la cantidad de
energía que un planeta recibe de su estrella depende de la distancia a la que
se encuentra su órbita. La Tierra, situada a una media de ciento cincuenta millones
de kilómetros del Sol, recibió en sus orígenes energía en cantidad claramente
inferior al límite de trescientos vatios por metro cuadrado. Esto permitió su
rápido enfriamiento –en solo unos cuatro millones de años– mucho antes de que
el agua de la atmósfera se perdiera. Sin embargo, el océano de magma de Venus –planeta
situado a solo unos ciento ocho millones de kilómetros del Sol– se mantuvo así
durante cerca de cien millones de años, hasta que el planeta perdió el agua de
su atmósfera y esta permitió que el planeta emitiera más energía de la que recibía
del Sol. Por esta razón –mantienen los autores del estudio–, la Tierra es
húmeda y llena de vida; Venus, seco y yermo.
Este estudio sugiere, por consiguiente,
que los planetas rocosos y habitables no solo deben encontrarse en la
actualidad a una distancia de su estrella que permita la existencia de agua
líquida, sino que durante los primeros millones de años tras su formación
debieron enfriarse lo suficientemente rápido como para retener igualmente agua líquida
sobre su superficie, condición indispensable para la existencia y la
sostenibilidad de la vida. ¿Cuántos de estos habrá ahí fuera?
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